GÁLATAS 2: ACEPTADOS POR SU GRACIA.

Jesús cena con pecadores.


“6 Pero de los que tenían reputación de ser algo (lo que hayan sido en otro tiempo nada me importa; Dios no hace acepción de personas), a mí, pues, los de reputación nada nuevo me comunicaron.”

Lo que un cristiano haya sido antes de su conversión no nos debe importar mucho. No podemos vivir pensando en el pasado de pecado e incredulidad de alguien, sino más bien alegrarnos de que esa persona fue salvada de esa vida de tinieblas y ahora es alguien de bien con una esperanza eterna. Quizás es interesante saber el pasado de un cristiano para dimensionar el gran cambio que ha habido en su vida, lo maravillosa que es la obra redentora y santificadora del Señor, el testimonio de Jesucristo en la vida de un hombre, pero como dice el Apóstol: “lo que hayan sido en otro tiempo nada me importa; Dios no hace acepción de personas”

No debería importarnos tanto si un hermano o hermana fue antes de conocer a Jesucristo un ladrón, asesino, borracho, drogadicto, prostituta, travesti, jugador, brujo, lujurioso, estafador o ejercía algún tipo de actividad pecaminosa. Dios, en Su bondad y misericordia, igual los amó y los salvó. Nosotros comúnmente no hacemos eso con el pecador, sino que lo juzgamos, lo despreciamos, aborrecemos y lo hacemos ya en el Infierno. ¡Cuánto amor necesitamos desarrollar en nosotros para con los hombres y mujeres que están en tinieblas! ¿Deseamos que los asesinos, estafadores y ladrones sean capturados y encarcelados para siempre, o queremos que ellos se conviertan a Jesucristo para que sean transformados? ¿Sentimos rabia, menosprecio y asco cuando nos encontramos por la noche con un travesti prostituyéndose en una esquina de la ciudad, o nuestro sentir es de conmiseración y misericordia por su alma perdida?

“Dios no hace acepción de personas” ha dicho San Pablo. Este término que se ha traducido como “acepción” significa, según la Real Academia Española de la Lengua, “Acción de favorecer o inclinarse a unas personas más que a otras por algún motivo o afecto particular, sin atender al mérito o a la razón.” Los seres humanos, sean los incrédulos o los cristianos carnales, actuamos de esa manera injusta; favorecemos a algunos y a otros los rechazamos, sea porque nos agradan, porque aspiramos algún favor de ellos, porque les estamos en deuda o sencillamente por prejuicio. Así para un trabajo alguien prefiere contratar a un amigo o familiar; o una autoridad actuará con más dureza con un extranjero o quien tiene un color de piel diferente o es de otro sexo.

Nuestro amoroso Padre Celestial no actúa de este modo porque Él no es humano sino Divino. “Dios es amor”, “el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad.” (1 San Juan 4:8; 1 Timoteo 2:4) Tampoco posee el Señor prejuicios sociales como muchos de nosotros que rechazamos a los pobres o a los ricos y nos inclinamos más por la clase media. Dios no es arribista, dedicándose más a los de la clase alta; tampoco es un revolucionario que sólo defienda a los pobres; porque Dios no es clasista. Él no mira el mundo con los lentes nuestros sino con un corazón de Padre. Por eso llamó al ministerio a hombres tan disímiles como el pescador Pedro, el recaudador de impuestos Mateo, el médico Lucas y el intelectual Pablo. Si “Dios no hace acepción de personas” ¡Líbranos Señor de actuar con favoritismos con el prójimo!

(Para no malinterpretar a San Pablo, analicemos estas palabras: “Pero de los que tenían reputación de ser algo… a mí… nada nuevo me comunicaron.” Los once Apóstoles nombrados por Jesucristo tenían el prestigio y la estima de toda la comunidad cristiana de esa época; eran considerados los portadores auténticos del Evangelio, que habían compartido con Jesús Hombre y luego con Jesús Resucitado. San Pablo, nombrado apóstol por Jesús Glorificado, tuvo largas charlas con los apóstoles Pedro, Jacobo y Juan; y llegó a la conclusión que existía una perfecta concordancia entre lo que el Señor enseñó a ellos con lo que le reveló a él. Por eso dice “… nada nuevo me comunicaron.” La mirada de San Pablo es totalmente coincidente con la de San Pedro. Ambos predican el mismo Evangelio: el Evangelio de la Gracia de Dios)







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